Sean Parker tuvo una infancia bastante difícil. Era un chico problemático con problemas de salud -asmático- y su vida no estuvo exenta de sanciones y castigos.
Desde pequeño se interesó por la lectura y con apenas 7 años, su padre, que trabajaba de oceanógrafo para el gobierno de Estados Unidos, decidió enseñarle programación en un Atari 800.
Todos estos conocimientos lo llevaron a ser un adolescente con una inteligencia por encima de la media y gracias su experiencia en al mundo informático, utilizó la explosión de Internet para incursionar en la piratería de redes informáticas, tanto de empresas locales como organizaciones de otros países.
A los 15 años, su capacidad en el mundo del hacking llamó la atención del FBI y se vio obligado a hacer servicio comunitario con otros adolescentes infractores en la biblioteca local. En esa época conoció a Shawn Fanning, quien también tenía 15 años y entre sus hobbies, se encontraba el hackeo.
Ambos crearon Napster en 1999 y en su primer año, ya contaban con 20 millones de usuarios descargando 14.000 canciones por minuto. Para esta época, el concepto de «MP3» pasaba a convertirse en la palabra más buscada en los motores de búsqueda.
Esto supuso para la industria musical, el desafío más grande de su historia: las personas con conexión a internet, eran capaces ahora de descargar toda la música que quisieran de manera gratuita.
Recuerdo esta época como un momento digno de análisis, donde teníamos noticias vinculadas a la piratería prácticamente todas las semanas. El gran quiebre que tenía como marco el cambio no solamente de año, sino de milenio, trajo consigo un fenómeno que nos acompaña hasta el día de hoy, cada vez con más fuerza: la legislación comenzaba a correr muy por detrás de todos los avances tecnológicos que se estaban produciendo.
Por un lado la celebración de todas las innovaciones de las que éramos testigos y por el otro, historias dignas de una película de terror, mitos sobre sanciones al usuario común y hasta juicios que parecían no tener solución por estar tratando con formas totalmente nuevas de concebir la apropiación de la música.
Conocía a un vecino que pirateaba discos, pero por miedo no me animaba a pedirle copias de cds que deseaba adquirir, incluso buscándolos durante años. Me sentía poco ética debatiendo si no estaba violando los derechos de autor de mis artistas favoritos, pero por otra parte, pensaba que la industria discográfica era un gran monstruo que llevó demasiado lejos el afán de enriquecimiento. Durante esa época: en nuestro país un «CD original» podría costar $ 360, lo cual representaba más de la tercera parte del salario mínimo nacional, es decir, ganando por mes el cobro mínimo ($1.060) sólo era posible comprar dos discos originales. Recuerdo que por esta época, mis padres hacían un gran sacrificio para que pudiera cada cierto tiempo (estamos hablando de meses) darme el gusto de adquirir alguno de estos discos, que era comprados hasta en 4 cuotas.
Así que, tomando en cuenta todo el sacrificio que apenas 20 años atrás representaba poder escuchar material original, es que empecé a ver la piratería con otros ojos.
Sin embargo, pronto conocía noticias como la demanda de Metallica contra Napster, las instancias judiciales que primero le daba la razón a una parte y luego a la otra, las dudas acerca de quién era el verdadero responsable: Si Napster o el propio usuario, que a fin de cuentas, era quién hacía posible la existencia de este mercado clandestino.
La respuesta no se hizo esperar: ferias de nuestro país eran inspeccionadas prácticamente a diario y si se encontraba algún puesto con material pirateado, éste era destruido. Se utilizaban desde elementos punzantes para romper los discos, hasta máquinas contratadas por distintas dependencias del gobierno, e imágenes como las que siguen a continuación se veían tanto en la prensa de nuestro país como en noticias internacionales:

Una apisonadora destruye CDs piratas
En el año 2001, en la clase de informática del liceo, tuvimos varias charlas donde nuestros profesores buscaban de todas las formas posibles, generarnos una conciencia de que piratear nos volvía cómplices, que estábamos encaminándonos hacia una era prácticamente de perdición, que se habían traspasado todos los límites no solamente legales, sino también imaginables en cuanto al daño que el hombre comenzaba a ser capaz de hacerle a la industria de la música, empleando como medio la tecnología.
Me sentí culpable por haber siquiera pensado en comprar un disco pirateado. Eran días de mucha introspección y llegué a la conclusión de que debía respetar a los artistas más allá de las decisiones leoninas que tomaran sus discográficas, por lo que descarté la idea.
Cuando todo parecía indicar que la piratería era capaz de frenarse, apareció un nuevo elemento que hizo tambalear de nuevo a la industria: la venta de copiadoras/grabadoras para consumo doméstico, capaces de adaptarse a las torres que ya tenían algunos años, lo cual llevó a la compra masiva de estos dispositivos. Ahora la discusión era distinta: podíamos descargar nuestra música favorita, pasarla de MP3 a cd para escucharla en un equipo de audio, pero si no la comercializábamos, no estábamos lucrando con material protegido. Es así que por aquella época (2002-2003) el uso de copiadoras parecía dar cierto alivio a quienes estuvimos por cometer el horrible pecado de comprar un cd pirata.
No obstante, aún no se había saneado la problemática de que ahora, era el propio usuario el que tenía los artilugios para generar sus propias copias, continuando entonces con la violación de material protegido, llámese ahora «para consumo propio».
En los años mencionados, la industria nuevamente dio batalla y comenzó una nueva redada: ahora contra las casas de particulares. En la localidad donde vivo, si había sospechas de que una persona estaba descargando su propia música, era investigada, y en caso de tener suficiente información, recibía la visita de las autoridades que pasaban a comprobar la Unidad Central de Proceso (CPU) y en caso de encontrar que había generado copias piratas, se les confiscaba el material y además, debía pagar una multa.
Fue entonces cuando me cuestioné lo siguiente: ¿por qué en vez de sancionar al usuario o a quién comercializara material sin autorización, no se impedía la venta de copiadoras? esto parecería cortar el problema de raíz.
Sin embargo, dicha acción no impedía que la música continuara descargándose en formato MP3, ni tampoco compartirla por medios electrónicos, además de que las empresas fabricantes de copiadoras tuvieron una defensa eficaz: a través de estos dispositivos, no se promueve la piratería, ya que funcionan como productos intermedios y depende del uso que le dé la persona, es decir, cometer actos que pueden comprender la comisión de delitos, pero también, otros que son totalmente legítimos, por ejemplo, realizar la copia de un cd obtenido de forma legal (adquirido de una tienda oficial) para poder respaldarlo en formato digital en caso de que éste se pierda o se dañe.
Nuevamente, la responsabilidad recaía sobre el usuario y su libre albedrío. [Continuará…]